Reflejos 2ºparte

-Unos magníficos espejos, mi joven amigo -dijo el dependiente-, los mejores que hay, y éste es de los mejores que tenemos. Veo que es usted un experto.

El joven agarró su espejo con fuerza y se quedó mirándolo con un aire de lo más estúpido. Temblaba.

-Cuánto? -susurró-. ¿Está en venta?

Estaba comenzando a temer que le arrebataran a su padre.

-Desde luego que está en venta, noble señor -dijo el dependiente-, y el precio es una ganga, sólo dos bu. Como ve, es casi regalado.

-¡Dos bu… sólo dos bu! ¡Alabados sean los dioses por su misericordia! -gritó el joven.

Puso una sonrisa de oreja a oreja, y en un visto y no visto se sacó la bolsa del cinto, y el dinero de la bolsa.

El dependiente deseaba en ese momento haberle pedido tres bu, o incluso cinco. Pero puso buena cara, y colocó el espejo dentro de una hermosa cajita blanca y lo ató con lazos verdes.

-Padre -dijo el joven, cuando ya tuvo el espejo en su poder-, antes de volver a casa hemos de comprar algunas chucherías para esa joven que ahora vive allí, mi esposa, ya sabes.

Pero cuando el joven llegó a casa, y aunque fue incapaz de encontrar ningún motivo, nada le dijo a la señora Borla de que había comprado a su padre por dos bu en una tienda de Kioto. Y con ello, como se demostró más tarde, cometió un error.

La joven quedó muy contenta con sus pasadores de coral y su nuevo obi comprado en Kioto.

«Me alegra verle tan feliz y contento», se dijo. «Pero también me extraña que haya superado tan pronto su dolor. Es que los hombres son como niños.»

En cuanto a su marido, y sin que ella lo supiera, sacó un trozo de seda verde de su caja fuerte y la extendió sobre el aparador del toko no ma. Allí encima colocó el espejo, dentro de su caja de madera blanca. Cada mañana a primera hora, y cada noche a última, se dirigía al aparador del toko no ma y hablaba con su padre. Compartieron muchas alegres conversaciones y muchas sonoras carcajadas, y el hijo era el hombre más feliz de los contornos, pues era un hombre simple.

Pero la señora Borla tenía buen ojo y buen oído, y no tardó mucho en descubrir los nuevos hábitos de su marido.

«¿Para qué va tanto al toko no ma?», se preguntaba. «¿Y qué guarda allí? Me gustaría saberlo.» Y como no era de las que sufren en silencio, esas mismas preguntas no tardó en hacerlas a su marido.

El joven le contó la verdad.

-Y ahora vuelvo a tener a mi padre en casa, y soy de lo más feliz -dijo.

-Mmm -murmuró ella.

-Y no te parece que fue barato? -dijo él-. ¿Y no es algo bastante raro?

-Desde luego, fue barato -dijo ella-, y el asunto es muy raro; ¿y por qué, si puedo preguntártelo, no me habías dicho antes nada de todo esto?

El joven se ruborizó.

-La verdad es que no lo sé, querida -dijo-. Lo siento, pero no lo sé.

Y, dicho esto, regresó a su trabajo.

En cuanto él le dio la espalda, la señora Borla se puso en pie de un salto, voló hasta el toko no ma sobre las alas del viento, y abrió las puertas con un sonido metálico.

-¡Mi seda verde para forrar las mangas! -gritó enseguida-. Pero no veo a su padre por ningún lado, sólo una cajita blanca de madera. ¿Qué guardará dentro?

La abrió de inmediato.

-¡Qué cosa más rara, plana y brillante! -dijo, y, cogiendo el espejo, se miró en él.

Por un instante no dijo nada, pero grandes lágrimas de ira y celos aparecieron en sus hermosos ojos, y se sonrojó de la barbilla a la frente.

-¡Una mujer! -gritó-. ¡Una mujer! ¡Así que ése es el secreto! Guarda una mujer en el aparador. Una mujer, muy joven y guapa… no, no es nada guapa, pero ella se lo cree. Una bailarina de Kioto, estoy segura; y también de mal carácter… tiene la cara encarnada; y oh, cómo frunce el ceño, qué irascible. Ah, quién se lo iba a imaginar de él. Ah, qué desgraciada soy… yo, que he cocinado su daikon y le he remendado sus hakama cientos de veces. ¡Oh, oh, oh!

A continuación arrojó el espejo en la caja y cerró de un golpe la puerta del aparador. Se echó sobre las esterillas y lloró y sollozó como si se le partiera el corazón.

En esto llega el marido.

-Se me ha roto la correa de la sandalia -dice-, y he venido a… Pero ¿qué te pasa?

Y al instante estaba arrodillado junto a la señora Borla haciendo todo lo que podía para consolarla y para hacer que ella levantara la cara del suelo.

-Bueno, ¿qué te pasa, querida? -dijo el marido.

-¡Querida! -contesta ella con ferocidad a través de sus sollozos; y grita-: Quiero volver a mi casa.

-Pero, amor, estás en casa, y con tu marido.

-¡Menudo marido! -dice ella-. ¡Y menudos tejemanejes se lleva, con una mujer en el aparador! Una mujer fea y odiosa que se cree muy guapa; y que encima tiene mis forros verdes para las mangas.

-Vamos a ver, ¿qué es todo eso de la mujer y los forros para las mangas? ¿No te estarás quejando porque le haya puesto de cama ese harapillo verde a mi pobre padre? Vamos, querida, te compraré veinte forros para las mangas.

Al oír aquellas palabras, ella se puso en pie y casi dio saltos de rabia.

-¡Mi pobre padre! ¡Mi pobre padre! -gritó-. ¿Crees que soy tonta? ¿Crees que soy una niña? He visto a esa mujer con mis propios ojos.

El joven no sabía qué hacer ni qué decir.

«¿Es posible que mi padre se haya ido?», se preguntó, y sacó el espejo del toko no ma.

-Todo va bien; eres el mismo padre que compré por dos bu. Pareces preocupado, padre; vamos, sonríe como hago yo. Así, eso está bien.

La señora Borla se le acercó hecha una furia y le arrebató el espejo. Le echó una sola mirada y lo arrojó a la otra punta de la sala. Hizo tanto ruido al chocar que los criados y vecinos acudieron a ver qué sucedía.

-Es mi padre -dijo el joven-. Lo compré en Kioto por dos bu.

-En el aparador guarda una mujer que me ha robado un forro verde para las mangas -sollozó la mujer.

Siguió un gran alboroto. Algunos vecinos se pusieron de parte del hombre y otros de parte de la mujer, y se armó un escándalo como no se había oído nunca; pero no resolvieron nada, y ninguno quiso mirar qué había en el espejo, pues decían que estaba embrujado.

Y así habrían seguido hasta el día del juicio, si uno de sus vecinos no hubiera dicho:

-Vamos a preguntarle a la abadesa, que es una mujer sabia.

Y ahí fueron todos, a hacer lo que podrían haber hecho antes.

La abadesa era una mujer devota, y era la superiora de un convento de virtuosas monjas. Siempre daba ejemplo a la hora de rezar, meditar o mortificar la carne, y a pesar de todo poseía una gran sagacidad para los asuntos humanos. Le llevaron el espejo, y ella lo sostuvo entre las manos y lo miró durante un buen rato. Al final habló:

-Esta pobre mujer -dijo, tocando el espejo-, pues está más claro que el agua que es una mujer… esta pobre mujer, como decía, está tan afectada por la zozobra que ha causado en la paz de este hogar que ha tomado los votos, se ha afeitado la cabeza y se ha convertido en monja virtuosa. Así, está ahora en el lugar que le corresponde. Me quedaré con ella, y le enseñaré a rezar y a meditar. Iros a casa, hijos míos; perdonad y olvidad, reconciliaos.

Y todos dijeron:
-La abadesa es una mujer sabia.

Y ella guardó el espejo en su caja fuerte.

La señora Borla y su marido se fueron a casa cogidos de la mano.
-Después de todo, yo tenía razón, ya lo has visto -dijo ella.
-Sí, querida -dijo aquel joven tan simple-, por supuesto. Pero me pregunto cómo le irá a mi padre en el convento. Nunca fue un hombre muy religioso.

Lafcadio Hearn

Fuente: Ciudad Seva

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