El tiempo pasa

umyangfenix escribió:
Li y Meng se criaron juntos, pues sus familias eran vecinas en la próspera aldea de Kai-Ho. Desde muy pequeños acostumbraban a jugar a la guerra y ya desde entonces, Meng se caracterizaba por su belicosidad y afán de competitividad, mientras que Li era más conciliador y tranquilo.
Con diez años ambos se pusieron bajo la tutela de un maestro de artes marciales del lugar y comenzaron a practicar con pasión. Meng enseguida comenzó a destacar por su agresividad y temeridad, era realmente bueno en combate, pero era también realmente violento; Li, en cambio, hacía prueba de una constancia y entendimiento dignos de admiración.
Ambos progresaban en la dura senda de las artes marciales pero caminos muy dispares.
Meng empezó a arrasar en los torneos regionales, torneos en los que, aún siendo juveniles, no existían prácticamente reglas, por lo que podía dar rienda suelta a su agresividad. Con 17 años pudo entrar en los campeonatos de adultos donde vapuleaba a combatientes mucho mayores y más experimentados. Era una fuerza de la naturaleza, dotados además de un instinto asesino estremecedor. Mientras tanto, Li seguía tranquilamente su vía, entrenando, explorando, compitiendo de vez en cuando pero sin gran entusiasmo, no por falta de habilidad sino por falta de agresividad.
Así transcurrieron los años, apacibles y enriquecedores para Li y vertiginosos y excitantes para Meng. La amistad entre ambos se fue enfriando; cada vez eran más diferentes y tenían menos intereses en común, menos puntos de encuentro. Meng ganó gran fama en la región, sus victorias eran más sonadas y su brutalidad cada vez más inaudita. Aunque los combates de la época apenas contaban con reglas, para ganar en realismo, imperaba un código de honor entre los contendientes; para Meng, sin embargo, el único código existente era de la victoria y el de la violencia.
Numerosos fueron los lisiados y traumatizados bajos sus pies y puños. Con los premios de los numerosos torneos que ganaba, fue acumulando una cantidad importante que supo invertir en la compra-venta de mercancías y terrenos, la misma agresividad, falta de escrúpulos y desmedida ambición que le caracterizaban en combate le condujeron el éxito en los negocios.
Mientras tanto Li siguió progresando en el estudio marcial hasta que adquirió el rango de maestro y, poco después de casarse, decidió abrir una escuela de artes marciales. Como su nombre no era demasiado conocido en el ámbito marcial, nunca destacó en competición ni gustaba de los retos tan comunes de la época (los evitaba siempre que podía), Li no tenía demasiados alumnos, los justo para mantener una humilde casa. Su mujer colaboraba trabajando de hilandera. Meng mientras tanto siguió su camino, llegando a comprar más de la mitad de los terrenos de Kai-Ho; se casó con Nai-Ping, una de las mujeres más hermosas de la región, tan hermosa como coqueta, vanidosa y caprichosa. Meng siguió arrasando en todo torneo de artes marciales al que acudiera. Meng se sentía un ganador nato, y consideraba con desprecio a la gente mediocre, conformista y pusilámine que le rodeaba, creía firmemente que el mundo sólo pertenece a los ganadores.
Estaba precisamente inmerso en todas estas consideraciones una mañana primaveral, mientras paseaba por la ribera de un río, cuando se cruzó de frente con su antiguo amigo Li. Ambos se detuvieron a conversar, Meng le preguntó por su vida.
«No me quejo,» respondió Li, «me gusta dar clases y la escuela, aunque no está repleta de alumnos, da lo suficiente para vivir con dignidad. Sigo profundizando en el estudio de las artes marciales, de la filosofía y en el cultivo del chi.» Mientras decía ésto, Meng le miraba con desdén; Li le parecía un perdedor, un cualquiera, un cobarde que no quería plantarle cara a la vida y que por lo tanto nunca probaría las mieles del éxito. Pensaba que había gente que ha nacido para mandar y guiar la vida de los débiles. De aquellos que son unos conformistas, que viven para ser dirigidos. Así que le interrumpió y comenzó a relatarle sus brutales hazañas competitivas y la estupenda marcha de sus negocios. Se despidieron y pasaron muchos años, varias décadas, sin volver a mantener una conversación larga y personal.
Ambos tenían ya el pelo cano y los dedos nudosos cuando volvieron a coincidir en la ribera de un río. Meng ya no parecía robusto como un roble, sino que estaba encorbado y sus manos estaban temblorosas; cojeaba de forma notoria. Pero Li por su parte no había cambiado demasiado, estaba algo más rechoncho, bastante más calvo y arrugado pero conservaba andares propios de un joven. Tras unos saludos de cortesía, Meng rompió el hielo confesando sus penas a su viejo amigo de infancia: le contó cómo, con el paso de los años, empezó a perder combates y a lesionarse en sus duros entrenamientos y en las competiciones. Tenía la nariz partida y machacada, no guardaba ningún diente propio y sufría daños en varias articulaciones; el punto final a su decadente carrera deportiva lo puso un combate en el que el adversario le fracturó de un golpe la tibia y el peroné, dejándole una pierna casi inútil. En el pasado era admirado y respetado, en el presente era despreciado por los jóvenes luchadores. Él pertenecía a una época ya pasada.
En cuanto a su mujer, Mai Ping, le había abandonado hace años; él decía que tampoco le importaba mucho, pues se había dado convertido en una vieja marchita y malhumorada. No obstante, en la vejez se sentía solo. Necesitaba a alguien que velara por él; alguien con quien tuviera algo en común, aunque sólo fuera los hijos.
Para los negocios, sin embargo, no hay edad por lo que siguió triunfando y acumulando; a cambio se quedó sin un solo amigo; al que no había lesionado brutalmente en alguna competición, le había arruinado o expulsado de sus tierras. Sus propios hijos estaban enzarzados en interminables conflictos sobre los derechos de su herencia. Sólo les importaba lo que iba a corresponder cuando el padre faltara.
Meng se sentía muy solo, por eso lloró todo ésto en el hombro de Li, de un amigo con el que llevaba décadas sin conversar. Li, muy comprensivo, intentó consolarle. Meng le preguntó en un momento dado: «Y tú, ¿qué es de tu vida?». A lo que Li contestó simplemente: «No me quejo, me gusta dar clases y la escuela, aunque no está repleta de alumnos, da lo suficiente para vivir con dignidad. Sigo profundizando en el estudio de las artes marciales, de la filosofía y en el cultivo del Chi». Y Meng le envidió como jamás había envidiado a nadie. Sin tener nada lo poseía todo.
Fuente:www.lasartesmarciales.com

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