El mirlo revoltoso

En un soleado día de abril en un nido en forma de copa, que estaba encima de un eucalipto los cuatro huevitos verdes que hasta ahora habían estado quietos se empezaron a mover y uno a uno se rompieron y aparecieron unos polluelos desnudos que se pusieron muy juntos uno con el otro, casi que parecía un solo cuerpecito buscando calor. Uno de ellos, Eusebio, piaba más fuerte que ninguno reclamando su comida y siempre empujaba a los otros tres para ser el primero en recibirla en su insaciable piquito. Por suerte ambos padres iban y venían para que los más pequeños también pudieran recibir su ración justa: semillas, gusanos, hierbas y algunas exquisiteses más como frutas y bayas bien trituradas por sus padres.

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Sólo comían, piaban para llamar a sus padres y dormían y poco a poco sus cuerpecitos se fueron cubriendo con unas suaves plumas marrones. Pasados algunos días ya podían dar algunos saltitos fuera del nido y a las ramas más cercanas. Eusebio, el más revoltoso que también era el más valiente, atrevido y aventurero dió un salto más grande y cayó al suelo debajo del eucalipto, mientras llamaba a sus padres pidiendo auxilio, investigaba el lugar donde había caido con gran curiosidad. La tierra estaba húmeda y con su piquito comenzó a remover la tierra y con gran alegría encontró una deliciosa lombriz. Estaba muy orgulloso de haber encontrado él solito este bocado tan especial.

Con su barriguita llena estaba cansado, quería dormir y su nido estaba allí en lo alto del árbol muy lejos para él, volvió a llamar a sus padres con insistencia. Además había oído un ruido y su instinto le advertía que se encontraba en peligro y asi era. Un gato negro que había escuchado las llamadas cada vez más fuertes del pequeño Eusebio, se estaba acercando. La madre alertada había volado a la rama más baja del eucaliptos y de allí llamaba a su pequeño, para que éste intentara medio volar y saltar hasta allí. Eusebio que oyó a su madre y presintiendo el peligro en el que se encontraba, tomó impulso y llegó torpemente a donde estaba su madre, no estaba muy seguro en aquella pequeña rama, casi se vuelve a caer, pero su madre voló a la siguiente rama para que Eusebio la siguiera y así poco a poco volvieron a la seguridad del nido.

A las dos semanas de haber salido del huevo, ya Eusebio y sus hermanos salieron del nido, sabían buscarse algo de comida, pero era más cómodo pedir a los padres, quienes durante unos días más los siguieron alimentando diligentemente, hasta que los padres decidieron que ya era hora de que sus pequeños podían valerse por si mismos, además su aspecto había cambiado mucho, dos se habían quedado marrones como su madre y Eusebio y el otro hermano eran totalmente negros y sus plumas brillaban.

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Eusebio, muy goloso, recordaba lo exquisita que había estado la lombriz que había encontrado en la tierra húmeda. Voló al suelo debajo del árbol, pero el sol había secado la tierra, era muy dificil removerla y él además dudaba que alli encontraría una lombriz, había muchas hojas secas y los frutos duros del eucalipto.

Aparte de su curiosidad e ímpetu Eusebio era listo, asique se dijo que debía buscar las lombrices en lugares adonde llegaba el agua. Había visto un parque, donde todas las tardes se abrían los aspersores para regar el césped. A Eusebio le gustaba mucho ese lugar, se duchaba debajo de esas salidas de agua que salía suavemente en forma de lluvia. Luego movía sus alas para secarse, con su pico se limpiaba todas las plumas y estaba listo para la cena, removía la tierra debajo de la hierba en busca del delicioso manjar.

Al jardinero del parque no le hacia mucha gracia la tierra revuelta que dejaba Eusebio y otros mirlos que lo imitaban. Y cuando los veía bajar, iba a espantarlos con su perrito negro, una mezcla de todas las razas, los mirlos volaban hacía sus árboles esperando que el jardinero y su perro se fueran. Cuando el jardinero volvía al día siguiente se encontraba otra vez con hoyos en el césped, donde Eusebio y los demás habían escarbado. Asique decidió poner un espantapájaros en medio del césped.

Cuando Eusebio vió aquel muñeco de trapo se dió cuenta enseguida que no era humano, le hizo mucha gracia lo que el jardinero había puesto allí, se posó sobre el sombrero viejo que el espantapájaros llevaba en la cabeza y picó la zanahoria que tenía como nariz, estaba buena la zanahoria también 🙂 . Luego se fue hacia los aspersores para ducharse, limpiarse y remover la tierra en busca de su cena. Los demás mirlos no se fiaban del espantapájaros y dejaron a Eusebio allí sólo. El jardinero contento que ya sólo hubiera uno o dos hoyos cada día, se adaptó a Eusebio y a su hermoso canto, tenía una voz preciosa y éste trabo amistad con el perrito negro multiraza. Eusebio agradecido que le dejaran a él sólo buscar sus manjares en ese gran jardín, cantaba diferentes canciones cada mañana, mientras el jardinero limpiaba el césped de hojas secas y cerraba los hoyos que había hecho el mirlo la noche anterior. Y por la noche cuando el jardinero se iba con su perrito a su caseta, el canto de Eusebio lo acompañaba durante su cena.

Carina

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