El Árbol del buho. Recuerdo..

«Sólo se pierde aquello que no se cuida. No se cuida aquello que no se valora. No se valora aquello que no se ama. No se ama aquello que no se conoce» Siempre que puedo regreso a mi origen… Y mi origen es la naturaleza. El silencio. El espacio libre. El aire en la cara. El sol en el cuerpo. Los sonidos de la tierra, una tierra que me acoge, me educa y me regaña como una madre. Una tierra poderosa. Y siempre que estoy en el origen y me tumbo en la tierra recuerdo… Recuerdo aquellos largos paseos por el bosque con la abuela y cómo me enseñaba los animales que en él vivían, me explicaba sus costumbres y me decía que cada uno tenía sus propios poderes. Luego, jugábamos a ser un animal cada una, ella casi siempre escogía ser un gran búho. Yo prefería cambiar de un animal a otro. El caso es que ella siempre me ganaba porque, a pesar de permanecer inmóvil sentada a la sombra de un árbol, lo veía todo. Y cuando yo llegaba hasta ella, sudorosa y colorada como una manzana, dispuesta a contarle mis aventuras, ella me sorprendía siempre adelantándose a mis palabras. Yo, intrigada, le preguntaba cómo lo hacía. Ella me respondía que la mayor cualidad de los búhos era que podían ver en la oscuridad. Entonces me enfadaba mucho y le decía que ahora no era de noche, que me había hecho trampa, que no podía ser un búho. Ella, con su infinita paciencia me sonreía y me decía, «pequeña, la oscuridad no sólo se produce durante la noche. La oscuridad es la realidad que hay detrás de todas cosas, la que te muestra lo que está ahí y no se puede ver con los ojos físicos, aunque es mucho más real. Cuando aprendas a no ser engañada por tus sentidos, cuando comprendas que en la vida una cosa es lo que ves y otra lo que hay detrás, aprenderás a ver en la oscuridad. Y cuando así aprendas podrás escuchar el sonido del bosque, y él te dirá todo lo que necesites, porque el bosque está vivo. Por eso debes de venir al bosque siempre que puedas. Debes entrar en él con humildad. Debes, en silencio, moverte por él y aprender lo auténtico.» Entre mis recuerdos hay uno muy especial, y fue el de un día que vimos cómo nacía un cervatillo. Mi abuela me explicaba todo lo que sucedía, y cuando terminó nos acercamos con cuidado a la madre y a la cría. Las acariciamos y la abuela colocó mi mano sobre el corazón de la nueva criatura y me dijo… «Escucha los latidos de este pequeño corazón. Sus latidos son fuertes, rítmicos, constantes. Así son también ahora tus latidos». Luego, me cogió la mano y la puso sobre la cierva, y me dijo «escucha los latidos de la madre. También son fuertes, rítmicos, constantes como los de su hija, porque la madre y la hija siempre están unidas por el corazón. Recuerda siempre que tú eres una hija de la Tierra, que estás unida a los latidos de tu madre, y si en algún momento las dificultades de la vida hacen que te canses, o te sientes sola, cierra los ojos y escucha tu corazón, él siempre te recordará que no debes parar de dar, que no debes parar el movimiento, ni tu fuerza, ni tu unión a la vida y a la madre Tierra. Desconfía siempre de aquellos corazones que no laten rítmicos, los corazones que siempre piden y se quejan de todas las cosas, los que se mueven por los extremos, los que se creen dueños de la madre tierra y no laten como hijos de ella, los que se creen superiores, los que ignoran a sus hermanos, los que no te miran a los ojos. Piensa siempre en el ritmo de tu corazón y recuerda que lo que realmente sirve en la vida es la continuidad, la constancia, el paso a paso, el latido rítmico». Durante mi infancia la verdadera escuela fue el bosque, y la maestra, mi abuela. Me enseñó todo lo que ahora forma parte de mí, la comprensión de que todas las cosas pequeñas y cotidianas son importantes, que todas las personas me pueden enseñar algo, que no hay nada que exista por casualidad porque todo forma parte de una gran Red, una Red que enlaza nuestras vidas y hace que todos dependamos de todos. Me enseñó a caminar por la vida escuchando los sonidos, los que están detrás de los ruidos, y con ello aprendí a oír a las personas, no lo que dicen sus palabras, sino lo que dice su corazón. Son muchas las cosas que tengo que agradecer a mi abuela pero, sobre todas ellas le agradezco que me contagiara su amor por la Tierra, tal vez porque, como ella decía, es la Madre que siempre nos cuida. Hace unos días estaba escuchando las noticias y éstas hablaban de los incendios del verano. De pronto, entre las imágenes de los últimos fuegos reconocí el bosque de mi abuela; la imagen duró apenas unos segundos, pero fueron suficientes para reconocerlo y para sentir mucho dolor. Dolor por las vidas del bosque y, sobre todo, por mi abuela. Por eso no me extrañó cuando a los pocos días recibí la llamada de mi madre comunicándome que la abuela se había muerto, y que unos días antes de morir le había dicho que tenía que prepararse porque había llegado la hora de realizar su viaje, que partía junto con las vidas del bosque, que irían a otro espacio, porque en éste el egoísmo del hombre ya no le había dejado sitio para ella ni para su bosque. POR ELENA G. GOMEZ Fuente:Revista Fusión.com

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